Suenan las campanas ocultas al amanecer, como cada día, Enid respira profundo sin abrir los ojos para resistir el impacto que le produce ver la tímida luz de la madrugada. Poco a poco, comienza a sacar de aquel abrigado yuyo en el que dormía, los brazos para luego, con un abrupto salto, salir disparada cual proyectil de la cama. De pie, frente al espejo se sacude las entumecidas alas que nacen en su espalda. Pero las siente pesadas, el cansancio ganó la batalla nocturna, en definitiva, el sueño no fue reparador. La rutina estaba acabando con las platinadas plumas de sus alas y con los rojos rizos que caían como cascada sobre sus hombros. Ya nada le interesaba demasiado, ya nada la satisfacía. Tal vez era el fin de sus días, tal vez el comienzo de mejores.
Decide dar unos menesterosos saltitos como para darse ánimo. Hurga entre la ruma de hermosas túnicas, hasta encontrar la deseada. Se examina, su rostro se ve cansado, demasiado cansado para su corta edad, algo decrépito y el brillo de los verdes ojos cada día se extinguía paulatinamente. La pesada carga que llevaba anclada a su corazón, estaba destruyéndola en cuerpo y alma. Pero los aspirantes a ángeles de la guarda no sufren, no lloran, no demuestran aflicción ni extenuación. Miró los flagelados miembros para darse aliento; cada día las cicatrices se suavizaban un poco, tan poco que ante los ojos ajenos, la mejoría era etérea.
No se quejaba, sabía que pagaba sus culpas. Pero sentía que el precio era demasiado alto. Las alas le dificultaban los movimientos cada vez que un pensamiento corrupto azotaba su mente y los grilletes se le hundían en el tobillo, perforando la piel, otorgándole el placentero dolor de antaño.
Sale corriendo por el eterno pasillo que interceptaba la salida de su habitación, agita las alas y salta por el balcón, pero estas se negaban a servir a su dueña. Se azotó contra el suelo, el montón de hojas secas aminoró el impacto del golpe. Como cada mañana, quedó inconsciente durante unos minutos, luego se erguía mareada y adolorida, pero el sufrimiento físico no lograba compararse con el pesar de la decepción. Mientras no consiguiera volar, no podría salir de aquella casona de inagotables pasillos e innumerables cuartos.
Entró a la casa, caminó por un cuarto de hora, pero como de costumbre no encontró a nadie. Mientras más grande era la casa, más vacía se encontraba. El paso de los años, causó estragos en la refinada madera y en la pintura del interior y exterior de la mansión.
Por más que lo intentaba, Enid no podía llevar el cálculo exacto del tiempo que allí llevaba, menos aún, podía estimar el tiempo que permanecería allí. Sin embargo, consideraba una ventaja no tener noción del tiempo, porque eso la angustiaba aún más. Lo único que la sujetaba a la realidad del tiempo, eran las campanas que sonaban cada mañana al amanecer, incesantemente hasta sacarla de la cama. Se dirigió a su habitación, para comenzar con aquella extenuante rutina. Abre un cofre lleno de artefactos de tortura, esta vez, escogió una fusta, se descubría el cuerpo y golpeaba incesantemente cada miembro, a excepción de los curtidos brazos. Sangre brotaba de su boca, de los impactados pechos y de las torturadas piernas.
Tras la penitencia, se dirigía al río cargada de unos pesados baldes en busca del agua con que limpiaría la sangre y purificaría las heridas. La ardua tarea, le tomaba alrededor de tres cuartos de hora. Luego, llenaba la bañera con la glacial agua y se sumergía en ella, conteniendo la respiración hasta la asfixia.
La lluvia torrencial de recuerdos inundaba su mente martirizándola. Ahí estaba ella, acurrucada en el rincón más oscuro de su habitación, ahogando el llanto que amenazaba con reventarle el corazón. Sus padres discutían en el pequeño comedor, sus hermanos chillaban desesperados y ella, sólo atinaba a taparse los oídos y mecerse como cuando era una niña pequeña, pero nada la serenaba, daba unos pasos desesperados al velador, lo volcaba y buscaba impacientemente aquella cajita que contenía una navaja. Apagaba las luces, cerraba las cortinas y comenzaba con la flagelación. El dulce olor de la sangre, el placentero dolor que le causaba el choque del cuchillo en sus brazos, la hipnotizaban llevándola a un éxtasis. Aquel dolor físico, apaleaba el del alma.
Gritos más fuertes, cortes más profundos. Todo en su mente se desvanecía y sólo el dolor la aferraba a la realidad. Luego guardaba la preciada navaja, para flagelarse con el punzante dolor que le producía ver a su madre y a sus hermanos azotados por los puños patriarcales. Odiaba a ese hombre colosal de poderosas y letales manos, que la hacía temblar con su estrepitosa voz. Aquel hombre, maltratador de naturaleza, llevaba la tarea de arruinar y ensombrecer la vida de su primogénita Enid, matando lentamente a la familia que ambos compartían y cada noche, se escabullía entre la oscuridad, para poseer el cuerpo de aquella frágil y desprotegida adolescente, ahogando sus desesperados gritos con almohadas, mascullando maldiciones.